Adolfo Bioy Casares en el recuerdo: una entrevista de Ramiro Guzmán en 1998

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“Que la vida se vea espléndida”
¿La muerte será el abrupto fin impuesto por el error de algún dios, o el pasadizo a otro comienzo? En diciembre de 1998, en su apartamento de Buenos Aires, Bioy me confirmaba su agnosticismo, a la vez que confesaba su ilusión enorme ante la eventualidad de encontrarse con Dios.
Estaba preocupado por el paso del tiempo, y soñaba con reencontrarse algún día a sus seres queridos ya idos, en especial a su hija y a su mujer, Silvia Ocampo, con la que había compartido hasta el vacío de escribir. Borges, el otro gran extrañado, estaba en una enorme foto, a la entrada del apartamento, muy cómodo pero no lujoso, en el quinto piso de un edificio antiguo.
Bioy estaba sentado en su habitación, impecablemente vestido. A su lado, una mesita con libros. Su mirada, repleta de firmeza. Ojos llorosos, sin embargo. Toda su actitud era de una caballerosidad que impresionaba. Lamentaba estar tan bien de salud pero tan mal de su pierna. Se quejaba permanentemente de su dificultad para caminar pero sin autocompasión.
Hablaba pausada y tiernamente. Con ganas. La voz le temblaba. Las manos, también. Recordaba cuando, en su juventud, pasó cinco años con dolores de cabeza. Ningún médico hallaba la solución. Hasta que volvió a jugar tenis. Quería llevarse del mundo un libro y una raqueta. Quizás haya podido hacerlo.
Sonó el teléfono con un timbre muy agudo que incomodó a Bioy. Eso lo hizo reflexionar acerca de si acaso no irá demasiado rápido la humanidad.
-Esto está vertiginoso. Casi loco. Pero el deber de cada hombre es comunicar lo bueno. Lo malo también, para desecharlo. Para que la vida se vea como algo espléndido. Que haya luz cada mañana ya es un privilegio. Temo a la muerte porque me aterra la idea de no ver la luz del día, por la mañana.
Me habló de un cuento que acaba de terminar, acerca de unos muchachos y un accidente, hecho para demostrar lo intransferible del dolor físico. Le pregunté si no será también intransferible el dolor espiritual.
-Me temo que sí. Y eso sería terrible porque nos condenaría a vivir aislados.
Asomaron algunas lágrimas. Pero parecía que sus fuerzas se redoblaban. Su entereza daba sana envidia. Me explicó que un joven que atraviesa un mal momento debe cultivarse o acercarse a un gran maestro, a alguien que lo guíe.
-Yo recuerdo que para mí aquello de poner letras en el álgebra era incomprensible. Pero tuve la suerte de tener un profesor excelente. Se llamaba Felipe Fernández. Siempre le estaré agradecido.
Respondía con la misma llaneza de su prosa. Pensó en su novela “El diario de la guerra del cerdo”, y contó que Borges bromeaba con que siempre debería llevar un cerdito en la tapa.
-He sido afortunado de haber conocido a Borges relativamente joven y de haber mantenido esa amistad por muchos años. Estoy trabajando en unos diarios míos que van desde el cuarenta y tantos hasta el sesenta y tantos. Especialmente la parte que trata de Borges. Cuando uno es tan amigo como yo lo fui con Borges, generalmente se coincide en muchas cosas. Creo que en el amor al Uruguay nos entendíamos perfectamente.
Hablamos de fútbol. Se manifestó hincha de River, no fanático.
-En mi novela “El sueño de los héroes” yo ironizaba con que los uruguayos eran campeones olímpicos y mundiales y los argentinos no.
-¿Qué recuerda con cariño de Uruguay?
-Muchas cosas. Salto, adonde no he vuelto por haragán. Montevideo, donde llegué a pensar que podría vivir siempre, como si allí estuviera libre de las desdichas que tenía en Buenos Aires, que no eran culpa de Buenos Aires, sino de los actos, de las cosas que pasaban. En Punta del Este, que todo hace pensar que es un lugar frívolo, he encontrado buenos libros y paz. Ya sé que los uruguayos a veces son duros con Punta del Este. Pero deberían estar orgullosos de Punta del Este. Todos los balnearios son algo frívolos.
Su mano izquierda, mirada aislada, se veía endeble. La apoyó sobre los libros. Explicó que en ese departamento se encontraban los libros que lo habían acompañado durante toda la vida.
-Leer o escribir, ¿qué le gusta más?
-Es más placentero leer. Cuando uno escribe puede sentirse muy feliz. Hay momentos en los que uno se siente elocuente, pero también vienen los momentos más cotidianos, de sentirse pobre, que hacen que la escritura sea horrorosa.
“La invención de Morel”, esa novela de frases cortas que narra el desasosiego de un hombre en la isla, calificada por Borges como perfecta y a veces desmerecida por el mismo Bioy, fue objeto de la charla.
-De todos modos, le debo mucho a ese libro. Con él cambió mi camino literario. Yo quería hacer algo completamente distinto a mis libros anteriores. Cuando lo leí, me pareció que seguía siendo el mismo.
Por eso, para la tercera edición, corregí. Ojalá esté bien ahora.
En su cuento “El rescate”, de su libro “Una magia modesta”, Bioy dice que lo más terrible no es la muerte sino estar separados. Esa frase alude con poco disimulo a la partida de su mujer y su hija. Bioy supo estar rodeado de mujeres y terminaba su vida prisionero de la distancia.
Al igual que la literatura, donde los primeros intentos no habían andado bien, relacionarse con el sexo femenino fue para Bioy todo un aprendizaje. Por eso le hacía sonreír su fama de mujeriego.
-El mejor regalo que se puede recibir de una mujer es que sea la única.
Estaba algo fatigado por la conversación, anclado en un sillón, y sus ojos contenían un héroe de la literatura fantástica, que sabía también lo que era ser un escritor realista. Lo ejemplificó con “El sueño de los héroes”, según sus amigos, su mejor novela.
Se quedó con una sonrisa, esperando firme, implacable ante lo implacable. Me despidió cariñosamente y pidió un vaso de agua. Sus palabras sonaban como amigas del destino, pese a todo. Las puse en el rincón donde amontono la fuerza y bajé precipitadamente, por la escalera, los cinco pisos. Buenos Aires estaba nublado.
Ramiro Guzmán