Un cuento de Ramiro Guzmán: ‘Papá Noel y los Siete Enanitos’

0
147

Había tenido muchísimo trabajo para aquella navidad y fue por eso que llegué tarde.
Tuve que atravesar todo el bosque: árboles verdes mezclados con plantas verdes que cubrían al pasto verde.
Estaba cansado y casi renuncio, pero gracias a Dios insistí.
Con la noción del tiempo, había perdido mis esperanzas.
El cielo verde me agobiaba.
Se me rompió la brújula, se apagó mi linterna y me di por muerto.
Corrí desesperado, guiado por una mano a la que no veía ni palpaba pero que estoy seguro, estuvo allí.
Choqué de lleno contra un tronco y caí.
Me levantaba cuando vi una hermosa casita con tejas rojas y paredes blancas, adornadas en sus bases por rodajas de piedra grises colocadas a modo de zócalo alto.
Un precioso farol iluminaba su frente.
En mi precipitación me dirigía a la puerta cuando recordé mi misión.
Hice pie en el borde de una ventana y subí al techo: había que cumplir con las costumbres y entrar por la chimenea.
Hurgué en mis bolsillos hasta encontrar la lista: siete regalos; eran justo los que me quedaban.
Todo estaba bien, pero aquel no era el olor de mi rutina y yo presentía algo.
No había nada frágil, así que tiré la bolsa para luego hundir mis pies en el vacío.
Apoyé las manos con fuerza y me dejé caer de a poco; ¡ya estaba!
Fue entonces que comprendí que había llegado tarde, o quizá se madrugaba demasiado en esa casa: siete enanos me miraban.
Los examiné uno por uno.
El primero era totalmente amorfo.
Costaba compararlo con un ser humano, aunque no dudé que lo fuera.
Hoy me avergüenzo de decirlo, pero en ese momento, me inspiró miedo.
El segundo era la antítesis.
Parecía un muñequito de porcelana tenía el cabello rubio y rizado y los ojos marrones y brillantes.
Sus cachetes pícaros se sonrosaban maravillados de su propia sonrisa.
Si calcularle la edad a un enano es de por sí medio imposible, calculársela a éste, lo era del todo.
El tercero se me antojó un pirata en miniatura, ya que la rudeza de sus gestos, de su barba negra y sobre todo sus ojos vacíos, denunciaban una virilidad excesiva.
Sólo le faltaba un garfio, un parche, o tal vez, una pata de palo.
El cuarto se pintaba los labios y los párpados.
Más aún, desconfío de la autenticidad de sus cejas.
A no ser por sus piernas velludas, habría jurado que era una mujer.
El quinto tenía una túnica griega, blanca.
Usaba anteojos de líneas negras a través de las cuales contemplaba solemne.
El sexto era ciego.
Sin embargo, me estaba viendo y yo lo sabía.
Es más: tuve la rarísima impresión que me conocía mejor que yo mismo.
Me sentí hijo suyo sin saber por qué.
Mirándolo fui más denso, más palpable que nunca.
El séptimo, a diferencia de todos, no se había parado, y seguía sentado en su sillita verde, desayunando en su mesita redonda, de madera.
El primero que osó abrir la boca fue el feo: “Papá Noel” me identificó.
Yo debía haber huido – tengo terminantemente prohibido que me vean – pero la sed me acababa y les pedía agua.
– Por favor – les dije – yo no debo ser visto. Denme una jarra de agua y me voy.
– Te la daremos, te la daremos – accedió el amorfo.
– Pero con una condición – negoció el de la túnica: antes de partir, tú responderás una pregunta a cada uno de nosotros. Titubeé, hasta que cedí. Nunca me habían reporteado y tanta gente a mi alrededor me cohibía.
Vino la primera pregunta.
Era del feo:
– Papá Noel; ¿por qué me temes?
– No; yo no te temo. Tú temiste que yo te temiera al verte.
– Papá Noel: ¿quién es el más lindo de nosotros siete?
Me molestó la pregunta pero respondí la verdad:
– Tú.
El tercero permanecía callado, por eso el de la túnica mandó:
– Tu turno, Macho.
– ¿Por qué el año que viene no nos regalas siete mujeres?
– Yo regalo objetos, no seres. A ti, ¿te gustaría que te regalaran?
– Ahora tú Rosa.
– ¿Por qué siempre me traes regalos para hombres? Porque no sabía que eras afemina… ejem, que eras una mujer.
Era el turno del sabio.
Me miró pensativo y susurró:
– ¿Cómo haces para recorrer el mundo entero en una sola noche?
– Sólo Dios lo sabe. Yo no lo sé. Si supieras con qué facilidad me pierdo. Y siempre llego a destino…
– A ti, Soñador – murmuró el quinto.
Me sentí mejor que nunca. Con un vigor íntimo que jamás había tenido. Entonces el cieguito preguntó:
Papá Noel, ¿tú eres mi padre?
– Es curioso; yo al contrario creo ser tu hijo.
– Tú, Realista – ordenó el sabio.
No hubo respuesta, ni pregunta.
El séptimo enano miraba absorto como sus seis hermanos hablaban con el vacío.
Sentí que me diluía hasta desaparecer.
Perdí toda noción de mí mismo y la recuperé recién afuera, otra vez en el bosque.
Ramiro Guzmán