El don de la palabra – por José Luis Rondán

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José Luis Rondán
¡POR FAVOR, DEJA DE HABLAR Y DIME ALGO!…
Y en el principio fue el verbo…
Aunque suele decirse que no pueden mil palabras, lo que una mirada expresiva logra trasmitir, nos fue dada la facultad de la palabra. Mágica posibilidad de expresar nuestro caudal de sentimientos, de emociones, a través de la disciplina que la sintaxis nos impone para darle una forma determinada a nuestras ideas, para que sean comprensibles para los demás, lo que nos hace diferentes al resto de los integrantes de la creación.
Por la palabra nos es permitida la conexión tanto oral como escrita con nuestros semejantes. Es una mágica manta de conceptos con la que se cubre a la humanidad toda, conformando en la acción, un abrevadero interracial, donde los idiomas más diversos vierten en forma permanente en las más variadas comunidades, su fresco caudal de experiencias, enriqueciendo a cada sociedad con esa fluida y eterna interacción que damos en llamar CULTURA.
La palabra, desde la humildad de la letra más sencilla, símbolo que cobra vida cuando el ser humano la convoca para ser emisaria de su necesidad de interconectarse, nos inyecta la posibilidad del conocimiento, de las ideas, del razonamiento y la interrelación.
Mientras desgrano estos conceptos sobre las letras, me viene a la mente una vieja sentencia que asevera que una de ellas expresó en el principio de los tiempos, cuando la ignorancia y la barbarie reinaban sobre la humanidad, que jamás, ninguna de ellas sola, sería ni mejor ni más útil que todas ellas en reunión, conformando la fuerza imparable que la oración cobija.
Ante ello, el símbolo creado por el hombre, unido, hilvanado convenientemente, es generador indiscutido de la potencia que una idea expresa y por ende, argamasa para la hermosa construcción o pesado mazo para lo contrario, es decir, ella es poseedora de una increíble dualidad, ya que cuando expresa amor, solidaridad, fraternidad o consuelo, es generadora de la luz que nos marca la senda, pero en cambio cuando ella dice del odio, de la envidia, del egoísmo o la soledad, es hacedora de largas y espesas sombras que hace que nos tropecemos con la vida.
Alguien me contó un día, no recuerdo quien, que en una ciudad, cuyo nombre no retuve, vivía un anciano que encerrado en su habitación y sentado en el piso, observaba con detenimiento un sinfín de amarillentos recortes con palabras de muchos tamaños. En un baúl con reparticiones de diferentes colores las iba acomodando; en el compartimiento rojo guardaba las palabras que expresaban furia, en el compartimiento de color verde, las palabras que hablaban de esperanza y fe, en el azul, las palabras cuyo concepto decían acerca de ilusiones y sueños, en el gris las que expresaban tristeza, angustia y soledad, en el compartimiento de color negro las palabras de amargura, de odio, traición y envidia, en un compartimiento transparente, aquellas palabras cargadas de magia y así sucesivamente con las demás, asignando a cada concepto un color.
Me contaron que a veces, cuando deseaba saber algo importante, tomaba aquel viejo baúl, lo arrastraba hasta el centro de la habitación y allí, poniéndolo boca abajo permitía que las palabras, libres ahora, se mezclaran a su antojo, entonces ellas le contaban lo que ocurría y le anunciaban lo que ocurriría y mientras se iban acomodando, conformaban oraciones que como mística llave le abrían al viejo, las pesadas puertas al conocimiento y la sabiduría.
Otra sentencia reza que lo que vayas a decir, sea más importante que el silencio que habrás de romper y de ello inferimos que el permanecer en silencio no es sinónimo de ignorancia, sino de sana reflexión interior, donde las palabras se preparan para la transformación que implica el enunciado.
Debemos en tal sentido saber diferenciar entre el hombre que permaneciendo en silencio evita desnudar su estupidez y el que desde su silencio reflexivo, grita su sabiduría; el primero abriga entre las paredes húmedas de su templo interior el silencio de los sepulcros y la inercia, el segundo el de la fértil meditación y la iluminación intensa.
Por ello y ante ellos, nunca más que ahora vale el sabio y enigmático principio de que el que tenga ojos para ver, que vea.
José Luis Rondán

Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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