El navío de la existencia (reflexiones de José Luis Rondán)

0
122

Presentación141121¿Cuándo cobra sentido la vida?
¿A que edad tomamos real conciencia de lo finita que es?
Cuando era niño la vida me pasaba por los lados como los postes en la ruta cuando vamos en automóvil. Jamás tuve necesidad de detenerme a pensar en esos momentos de tensión, donde algo o alguien me llevara a enfrentarme con algún momento difícil de mi existencia, donde algún elemento extraño me hiciera sentir que yo, en mi niñez era muy frágil, pues allí estaban mis mayores, viejos capitanes, resolviéndolo todo, proveyéndome de las necesarias e indispensables cuotas de la felicidad que un niño debe tener para desarrollarse sano.
Mientras escribo estas líneas fluyen a la memoria aquellas tardes interminables de verano, jugando despreocupadamente debajo del enorme parral a la vista atenta de mi madre, señora de los tiempos, poderosa, inamovible; si ella estaba nada podría ocurrirme, como dije, la vida fluía por mi lado, me refrescaba, me acunaba con la brisa suave de aquellas horas eternas, apacibles, bajo la tutela vigilante de Martina.
Pero la vida es eso, navegar por el inconmensurable mar de la existencia, tocando de vez en vez algunos puertos, intercambiando información con otras tripulaciones, visitando burdeles, emborrachándose con su esencia, adquiriendo la experiencia del navegante; sufriendo los inevitables avatares de las tormentas tantas veces imprevistas, reparando después el navío mal trecho tras los furiosos embates, quedando tantas veces al garete, pero saliendo adelante; disfrutando en otras oportunidades las más hermosas puestas de sol junto a nuestros compañeros de ruta, y sobre todo permitiéndonos el sueño de alcanzar aquel horizonte esquivo al que jamás podremos abordar porque así como nuestra misión es navegar, la suya es alejarse.
La vida pasa, nos empuja ante nuestro esfuerzo vano por quedarnos en aquel puerto bueno; la vida no sabe de concesiones, diluye cualquier intento por permanecer amarrados, al tiempo que nos susurra en el oído que el morral de una nueva estación está armado, que los vientos soplan, que la hora de elevar anclas es la propicia, que debemos dejar libres las amarras, pues otros buques esperan.
Marchamos obligados, mirando muchas veces hacia atrás casi con envidia a los que llegan para ocupar la banca que dejamos vacía, aunque al tiempo llegamos a agradecer el envión que nos coloca nuevamente en la ruta, pues si aún permaneciéramos niños, seríamos, con la experiencia que hoy cargamos a cuestas, unos niños viejos y si hubiéramos podido quedarnos en la que seguramente consideramos la mejor edad, no habríamos llorado como con certeza lo hicimos, la partida de nuestros padres, o del mejor amigo, o hasta de nuestra querida mascota, pues con esa edad y el trajín que llevamos, ya entenderíamos de otra forma las idas y venidas de la vida.
Esta transcurre vital, fluye y se diluye como las mareas con la luna, hasta encontrarnos un día que somos los capitanes del navío, que otros son los que discurren sus días en paz, tranquilamente, corriendo por cubierta, porque hoy, somos nosotros los mayores, los poderosos, los atentos vigilantes, llevando con nosotros voluntades, decisiones y temores.
Pero llega el tiempo en que la brisa salobre nos cala los huesos, la tarde apenas caída ya no es tan disfrutable y nos pide el cuerpo un poco de abrigo cuando el sol se pone.
Es seguramente en estos instantes en que debiendo relajarnos un poco, dejamos a otros marcar el rumbo, siendo allí en que revisando la bitácora descubriremos cuan efectivos fuimos en el arte de la existencia, cuántos amigos hicimos, qué hemos construido, qué haríamos igual o diferente si pudiéramos volver atrás, si amarrarnos otra vez en aquel viejo muelle cuyo emplazamiento ya no recuerdo o ni siquiera pensar en tocarlo; qué nos queda por hacer y cuánto por crecer antes de quedarnos sobre los húmedos tablones del último puerto en que debamos entrar. Pasando revista a la vida sabremos si al levar anclas el barco que hoy comanda otro, nos quedaremos en un rincón cual viejo costal, llorando de pena por haber tenido que desembarcar, cerrando los ojos para no verlo partir, o como hombres plenos, viejo lobo que sabe enfrentar su destino, nos mantendremos de pie, con la frente en alto, deseándole fortuna al navío que zarpa.
Será tal vez en ese instante, en que habremos de encontrarnos con nosotros mismos, experientes marinos de la vida, y sólo de nosotros dependerá de acuerdo a lo realizado o no, que sea ese el mejor o el peor de los momentos.
Por lo expresado en estas líneas y sabiéndonos aun hoy con fuerzas, antes de marcharnos a descansar llamemos a nuestros amigos, preguntémosles como están, si podemos serles útil en algo. Pongámonos en contacto con ellos, invitémosles a subir a bordo y compartamos con ellos una canción y una copa o diez, qué más da.
Convoquemos al puente de mando a nuestros marinos más allegados, esos que nos son fieles, incondicionales y hagámosles saber cuánto les amamos, cuánto bien nos han hecho en esta fantástica travesía que se llama vivir y cuánto les echaremos de menos cuando debamos desembarcar. Brindemos a su salud y a la nuestra.
Hagamos del compartir corrientes y mareas un ritual sagrado, pues quien nos diga que cuando pretendamos hacerlo nos avisen que aquel amigo entrañable, aquel viejo marinero con quien tantas veces nos cruzamos, ya ha desembarcado y su barco tienen hoy otro capitán, o lo que es peor aún, que una negra noche por no encontrar motivos para los sueños se fue a pique.
Por los amigos que he visitado recientemente y por los que visitaré; por los amigos a los que les he dicho mil veces cuanto los quiero y por los que pronto buscaré para fundirme en un abrazo con ellos. SALUD y al horizonte escurridizo le digo, que ya le daremos alcance algún día, porque mientras haya un sueño que perseguir, habrá vida.
José Luis Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
Fundado en 1981 – Ramón Masini 2956/002 – Pocitos- Montevideo, Uruguay
Tel. (598) 2708 4339 / E-mail: [email protected]