Le faltaban las fuerzas para continuar al frente de la Santa Sede y con una valentía única lo dijo: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice”.
No quiso aferrarse a un poder para el que se necesita fuerzas físicas que ya no tiene para enfrentar un Pontificado que no puede seguir ejerciendo.
No quiso estar por estar y su renuncia es todo un ejemplo de vida, de resignación espiritual y de saber cuando algo debe llegar a su fin.
Benedicto XVI, supo que debía alejarse y lo hizo como lo hacen los grandes de espíritu. Su actitud lo dignifica, más allá de los errores que pueda haber cometido y por los que también pidió perdón: “Os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos”.
Su ejemplo debería ser imitado por algunos que aun al límite de sus fuerzas o que han concentrado el desprecio generalizado, quieren perpetuarse en el poder, mintiéndole a sus pueblos y condenándoles a la incertidumbre y a la barbarie.
Uno en Siria, masacrando a su propia gente y otro internado en Cuba, son los ejemplos más claros de que el poder envilece y nubla la razón.
No tienen la grandeza de espiritu para darse cuenta cuando deben retirarse para el bien de los demás, pero eso no les importa solo ven por ellos mismos.
Pero lamentablemente hay muchos que se creen casi omnipotentes y donde la palabra dimitir no forma parte de su diccionario.
Nunca serán estadistas, son totalitarios que aman el poder más allá de los límites de la vida.