Los seres humanos en no pocas oportunidades, somos en nuestras relaciones como los productos de los supermercados, poseemos tiempo de vigencia y al dorso o debajo de la vigencia, fecha de caducidad.
Lo sé, seguramente suena duro, pero en un mundo de relaciones cibernéticas, donde el abrazo, el beso, el calor existe a cuenta gotas, o porque todo se hace a una velocidad que el anciano ya no posee; en una sociedad donde la familia tiende a disgregarse tempranamente, donde los lazos suelen ser endebles, la vida me ha ido mostrando esa amarga faceta donde un individuo que no parta a tiempo, corre el serio riesgo de quedar caduco, de perder la vigencia y de tener que llevar sobre sí en el tramo final de su vida, una pesada, pesadísima carga emocional que lo volverá un ser humano muy triste.
Cuando se es un niño, el horizonte lejano de la declinación obviamente no será tomado en consideración, de lo contrario seríamos jóvenes viejos y ello sería muy cruel. El hombre crecerá, se transformará y la vida le irá mostrando diversas opciones y serán sus decisiones las que lo llevarán a uno u otro sitio.
Los estudios, la educación, el proceso de socialización le irán aportando elementos para su personalidad; capa tras capa irá formando su carácter, se hará fuerte, trabajará, generará cosas para su vida, algunas buenas y otras malas; hará que sus progenitores se sientan orgullosos de él o que lleguen a pensar que ojalá no hubiera nacido.
En definitiva, algunos seres humanos vienen a este mundo con mejores posibilidades que otros de funcionar bien, como me gusta expresar a veces, algunos llegan por la puerta grande, otros vienen por la puerta de atrás o los meten forzadamente por la chimenea.
Un ser humano de acuerdo a sus virtudes, talentos o defectos, de acuerdo a las posibilidades dispuestas ante él, tiende a expandirse, a ser luz o tiniebla, tiende a brillar o a ser nube gris; siempre en el marco de los matices establecidos por la vida en la que está embarcado, siempre de acuerdo a las influencias, al entorno, ya haya sido éste bueno o malo.
Claro que no todo es absoluto, no se es totalmente bueno o se es totalmente malo; no, creo que somos como una barca derivando por el torrentoso río del devenir de la vida donde por momentos navegaremos en la calma y por momentos en los rápidos, por momentos nos arrimaremos a la costa y por momentos navegaremos aguas turbias y profundas, sin saber muy bien donde será nuestro último puerto.
El tema central de esta reflexión es que así como un día nos abrieron el portal de la existencia con el primer golpe del corazoncito haciendo por bombear la sangre vital a todo el cuerpo en formación, un día, después de mucho andar, después de mucho camino recorrido donde esperamos y fuimos esperados, donde caímos y volvimos a ponernos en pie, sólo para volver a caer; donde estuvimos acompañados y también estuvimos solos. Un día cualquiera, casi sin darnos cuenta, después de haber ido a la escuela de la mano de mamá y haber sido más tarde la mano firme de nuestros nietos camino de la misma escuela; un día de esos que el almanaque casi no registra, donde hasta ayer éramos el puerto seguro donde se restañaban heridas y se buscaba el consejo y hoy un casi estorbo que pasa las horas mirando al amigo que no termina de llegar porque ya se ha ido y nadie dio aviso, y porque además nos hemos transformado en la casilla de boletos de una estación cuyo tren ha dejado de pasar hace mucho tiempo.
Un día de cualquier mes del año largo, extenso, siendo ancianos, podremos encontrarnos con que el más amado debió encaminar sus pasos hacia otro sitio; podremos darnos cuenta que aquella persona que nos contenía y con la que contábamos, debió partir antes que nosotros o fue llamada a ocuparse de otra tarea, de esas que la vida nos va imponiendo y no podemos rehuir. Un día…Cualquier día de esos, comenzaremos a desear que sea la hora de hacer las maletas, que sea el día de emprender el camino casi sin avisarle a nadie, que sea el momento de subir al pescante de ese tren que pasa una sola vez en la vida y al cual debemos abordar con alegría por lo que hicimos, por lo que dejamos y porque es el instante de marchar; nuestra vigencia ha caducado.
Muchas personas podrán no compartir esta reflexión conmigo pero en silencio pienso en la vida de algunos amigos que he ido a visitar últimamente, percibo su decrepitud, la suciedad de una casa que ya no pueden limpiar, los retratos polvorientos de gente que hace ya mucho ha partido, las manos vacías de deseos, de ilusiones, de esperanzas donde el perfume de una buena compañía hace muchísimo se evaporó dejando en el aire olor a soledad.
No le temo a la enfermedad, no le temo a la vejez, no le temo en definitiva a este desafío que implica vivir, le temo al vacío. Le temo de alguna manera al deambular por la casa grande, pletórica de recuerdos. Le temo a mis manos ahuecadas y solas cuando ya no encuentren respuestas en la oscuridad de la noche y le temo mucho más a la caducidad de mi memoria, y que por ello se extingan y ya no recuerde los amores que le dieron brillo a esta existencia, a la vez que extensa, efímera y sutil.
Un ser amado muere dos veces, decía un poeta, una cuando se marcha físicamente y la otra cuando se marcha la última persona que la mantenía en sus recuerdos.
A eso le temo y por ello es que lo único que pido en silencio, murmurando al oído del destino burlón, que antes de caducar me permita partir, para que sean otros con más fuerzas, con más energías, con más ganas de transitar la vida, los que deban deambular por la casa sin mí.
José Luis Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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