Ver la vida por una rendija (reflexiones de José Luis Rondán)

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Cuando era pequeño, no más de cuatro años, mi mamá me sorprendió después de mucho buscarme, detrás de una puerta, sentado en el piso, entre decenas de piezas de plástico que componían un juego de armar. Vi a mi madre, a mis hermanas mayores, a mi madrina, buscándome afanosamente, muy preocupados; iban y venían mientras las observaba por la rendija de la puerta que queda entre ésta y la pared, separada por la bisagra.
El sitio donde me había ubicado estaba en penumbras, era una habitación repleta de muebles y cajas, los que disimulaban la presencia de mi pequeño cuerpecito en aquel rincón.
Como me aburría el estar sentado allí, en silencio, y aunque me divertía verlos a todos corriendo como locos en procura de encontrarme, tomé un pincel bastante endurecido y una vieja lata de pintura que alguien seguramente había olvidado y para matar el tiempo, hice en la pared recién pintada de celeste, una de las primeras obras de arte de mi larga y prolífica vida artística.
Cuando mamá me encontró quedé algo confundido, no sabía si gritaba de alegría porque estaba en la casa y no en el fondo de uno de los tantos pozos que había en los terrenos aledaños, o porque había logrado trasmitirle la esencia de mi incipiente arte al manchar con aquella pintura marrón mostaza, muy aceitosa, todo su vestido blanco floreado y también su rostro cuando intenté hacerle una caricia.
Durante todo el tiempo que estuve sentando en el rincón de la habitación, tuve la oportunidad desde mi corta vida, de apreciar el patio amplio de la casa de Lezica, desde otra óptica que no fuera la falda o los brazos de mamá o el asiento de mi triciclo rojo.
Al frente estaba el recién plantado sauce llorón con su cerco de ladrillos clavados en el suelo, más allá un pequeño huerto con empalizada de costaneros de eucaliptos sostenidos entre sí por alambres y detrás de éstos el enorme parral donde solía jugar a los pies de mi madre mientras ésta planchaba o realizaba alguna otra tarea doméstica que le permitiera estar en el lugar.
Si pegaba mi carita a la pared, bien cerquita, podía apreciar más a la derecha, la enorme pileta de hormigón donde en algún momento se pisó la uva para el vino.
Entre todos estos elementos, mis padres que iban y venían desesperados y mi perro Lobo, quien aunque ya me había descubierto, miraba hacia la rendija como haciéndose cómplice y después seguía durmiendo sabiendo que yo estaba a salvo.
El tiempo pasó y comencé la escuela, fui al Colegio Pio IX. Nunca imaginé, ya desde otra edad, no más de siete, cuantas cosas podían surgir de la observación detenida desde la rendija de la puerta del aula donde estuve toda la tarde de rodillas por hacer travesuras.
A mis espaldas las maestras tomaban su cuarto o quinto té del recreo largo, casi media hora, delante, entre la pared y la puerta un mundo de chicos corriendo, saltando, haciendo travesuras quizás cien veces más graves que las mías, pero a mí me habían visto y el resultado después de la consabida palmada en el trasero, era ver el mundo escolar por la rendija.
Vi pasar a Fusco con su regla de setenta centímetros corriendo al pobre Santiago quien desesperadamente buscaba el resguardo de la Maestra, seguridad que alcanzó pero no sin antes llevarse un par de reglazos en su rubia cabeza.
Más allá Terradas junto a Galo trepaban el enorme y añejo ciruelo que tantos dolores de panza nos habían dado y aun nos reservaban.
Había allí un mundo de gente viva, alegre, cargada de energías que seguramente ni ellos mismos sabían que existía, pero que yo sí porque me había ubicado en un lugar preferencial de las gradas de la vida, mi vida de ese entonces, de rodillas detrás de la puerta del aula, la que estaba dirigida justamente al patio ancho, enorme, repleto de árboles y palomas que entre el torbellino de piernitas flacas y movedizas, hacían por rescatar algunas migas de los refuerzos de la merienda y que hoy se me permitía observar por la rendija, mirando en detalle aquel mundo que de otro modo, jamás hubiera descubierto.
La vida fue pasando entre exámenes y amigos, entre encuentros y desencuentros propios de la adolescencia que hace por abrirse paso a la vida de verdad, a esa que lucha por respirar con aire propio e instala en nosotros por tal necesidad, las ansias del vuelo, el espíritu de la rebeldía; portal por el cual casi sin darnos cuenta vamos dejando atrás la inmadurez, la primera juventud y comenzamos a mirar el horizonte con ojos diferentes.
El cañón negro y frío de aquel fusil se posó por segunda vez en mi cuello. Estaba cansado, agotado del plantón y por ello de a poco dejé caer mi cuerpo sobre el ángulo formado por la unión de aquellas dos paredes que un día fueron blancas.
-¡Derecho, póngase derecho le dije!…Reafirmando la orden con el peligroso descanso en la yugular, del arma letal en manos de un chico de no más de dieciocho años. Estaba aburrido, comencé a irme, siempre pude hacerlo a mi antojo y nuevamente allí la rendija abierta para mi desde aquella puerta verde de tres metros de altura, me permitió extender las alas y evadirme; atrás quedaba el guardia y mi cuerpo recostado.
Otra vez las gradas de la existencia dejando pasar en cámara lenta ante unos ojos adolescentes que no querían mirar pero veían, un mundo bien distinto, el mundo del patio de un cuartel en tiempo de dictadura.
Por aquellas épocas era delegado estudiantil cuando fui detenido en el barrio Peñarol y llevado en calidad de detenido al cuartel de Ingenieros con asiento en la zona. Fui esposado, interrogado, encapuchado y vuelto por tercera vez a la amplia y solitaria habitación donde a un costado se abría desafiante la amplia rendija por donde surgía a borbotones el mundo áspero, cruel y sórdido que no nos merecíamos.
Apoyé mi brazo con el codo contra la pared y fingí dormir, el guardia no me molestó. La rendija me mostró el amplio patio ocre con una serie de barracas al fondo, casi todas de techo de zinc rojo.
Varios vehículos de transporte militar, y junto a una edificación con aspecto de húmeda, una larga fila de hombres cabizbajos se alineaban y tomaban distancia entre sí, al frente un oficial, a los flancos y detrás los soldados.
La rendija de cara larga me dejó ver a los hombres quitándose la ropa, abriendo sus bolsos, algún que otro golpe para forzar la obediencia, algunos gemidos o llantos entre cortados y más acá, un cuerpo arrastrado por dos soldados. No vi su rostro, parecía ser muy joven, lo llevaban boca abajo tomándolo de los brazos; hice un esfuerzo importante para ver si podía observar hacia donde iban, pero una gruesa pared me lo impidió; detrás otro más, un soldado lo llevaba asido del brazo y el caminaba forzado, no deseaba avanzar.
La tarde iba cayendo y al marcharse el sol, con él se marchó la sonrisa vacía de la rendija del cuartel de Peñarol y no volvió sino hasta el otro día cuando vinieron por mí para interrogarme.
Afuera también había un mundo diferente, amplio, abierto, que de tanto serlo no permitía ver a quienes lo habitaban, lo que estaba ocurriendo en torno a ellos, a sus lados y en su propio interior y por ello fui privilegiado al serme otorgado aquel lugar preciosos de cara a la rendija que mostrándome las miserias, los horrores, la pobreza, me hizo más humano.
Cuantas rendijas más tendremos que analizar en nuestras vidas, rendijas amplias y estrechas que nos muestran un mundo distinto, un mundo fuera del alcance de aquellos que así como nunca se detuvieron ante un ave construyendo su nido o ante una madre limpiando las rodillas de su niño quien habiendo tropezado es confortado por ella; o ante una maestra afligida para que todos sus pequeños alcancen la vereda opuesta antes que cambie la luz del semáforo, o ante un anciano que trata de entablar amistad con las palomas a cambio de unas migajas, jamás tuvieron la oportunidad de mirar el universo que se abre entre las paredes amplias, amplísimas de una simple rendija, tantas veces ventana abierta a lo que mañana serán nuestros recuerdos, el alimento primordial de la memoria que atesora los buenos momentos y también los otros, pero que nos ayuda a crecer y construirnos como seres humanos.
Quien tenga ojos para ver que vea…
José Luis Rondán
Taller de Arte “La Guarida” del artista plástico José L. Rondán
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